Felicidad

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Columna de Martha del Riego

Estuve a punto de preguntar a mi hija si era feliz, esperando un balance rápido y favorable de su vida. Una expectativa que quizás revela más el rasgo narcisista que a veces se juega en la maternidad y quiere ser satisfecho, que una curiosidad genuina. El mismo rasgo que lleva a creer que nuestros hijos nos eligen antes de nacer como una urgencia por sentirnos adecuadas en un rol atravesado por la culpa y la sensación de estar en falta. Algo que se intenta compensar a toda costa, incluso con ideas descabelladas.

Por suerte, no hice la pregunta que, en este tiempo de positivismo exacerbado, conlleva una bajada de línea. No haré creer a mi hija que el propósito de la vida es la felicidad cuando ni yo misma tengo la más pálida idea de la razón de existir, si es que la hay. Ni siquiera me atrevo a sospecharlo siendo un concepto subjetivo y en permanente debate. Aceptar eso es dar por hecho que el sentido de vivir está condicionado a las limitaciones conceptuales del momento y no a una condición inalterable de nuestro ser, pues cada época tiene su propia idea dominante de la felicidad y los medios para alcanzarla. Yo no niego esa posibilidad, pero prefiero la incertidumbre que nos obliga a repensarnos constantemente, a pesar de lo inquietante que puede ser la falta de respuestas.

Pensar toma tiempo, y el tiempo que no se destina a producir en términos económicos se considera desperdicio hoy en día. En esa diligencia, la felicidad dejó de ser un tema de reflexión para convertirse en un mandato para cumplir a rajatabla. Los medios para alcanzarla se relacionan con ideas de superación, autorrealización, éxito, autoestima y goce. Es un privilegio de clase en un mundo paradójico donde la principal preocupación de 700 millones de seres humanos es comer.

Si uno observa esos conceptos con lupa, descubre sus distorsiones aplicadas a la realidad. Así, la autorrealización es autoexplotación; el éxito, consumo; la autoestima, vanidad; y el goce se relaciona con la recompensa inmediata de dopamina a través de la tecnología, sustancias, comidas, compras y reconocimiento. Cuanto más atrapados estamos en ese ciclo, más se inhiben los neurotransmisores asociados al bienestar perdurable que produce el disfrute de vínculos de familia y amistad, la solidaridad, entre otros.

El concepto de felicidad en nuestros días es básicamente un desprecio a todo lo que resulta incómodo. Es un estado inalterable al que se llega mediante la actitud, viendo lo positivo de la vida incluso en circunstancias imposibles. El malestar se vuelve entonces un problema de personalidad y no la respuesta natural a un entorno difícil y, a veces, injusto. Dejamos de cuestionar el orden del mundo y se pierde el impulso que produce el descontento para promover los cambios.

La tiranía de la felicidad reprime las emociones que gestan las grandes revoluciones. Ahora somos nosotros el objeto de escrutinio por no poder ser felices. A lo sumo, aspiramos a que los demás (cuya opinión nos moldea, dirige, inquieta y conforta) supongan nuestra felicidad a través de la vida recortada y editada que mostramos desde nuestro celular. Esa vida que quizás ni deseamos pero se espera de nosotros. A veces somos tan ajenos a nosotros mismos que ni nuestros deseos conocemos.

La idea de que el propósito es ser felices es agobiante. Frustra y enferma. Somos seres incompletos, contradictorios e insatisfechos, incluso al alcanzar lo que juramos nos haría plenos. Estamos atravesados por ausencias y un vacío doloroso, infinito e inconsolable. Con decisiones con las que nos cuesta vivir. Con deudas emocionales pendientes. Con ofensas imperdonables. Con vergüenza y rabia. Transeúntes de una vida rutinaria y aburrida. Coleccionadores de sueños que nunca se cumplieron y palabras que nunca pudimos decir. Sabedores de nuestra mortalidad, la crueldad y la injusticia humana. Somos cuerpo y psique percibiéndose en pugna.

En esas condiciones, la felicidad es imposible… Al menos la felicidad como la tenemos concebida; más parecida a un estado de euforia y negación que a un estado de gracia.

Si la felicidad como tal existe, no significa estar completo ni inmutable. Algún tiempo supuse que el duelo trae como resultado la ausencia del dolor y, por lo tanto, la presencia de la felicidad. No es así. Con el tiempo, aprendí que ambos permanecen y conviven. Cada uno necesita su espacio y su tiempo, un tiempo que no es lineal. A veces se manifiesta uno con tanta fuerza que lo avasalla todo. A veces, otro. Y no se trata de avanzar, sino de aceptar lo que se siente… Y se puede sentir de todo, incluso dolor en momentos felices y algo de felicidad en momentos tristes.

Si hay un camino a esa experiencia tan subjetiva como personal que es la felicidad, es uno libre de vergüenza por no estar bien. De reconocimiento y validación. De reconciliación con lo imperfecto. De transitar lo mejor que se pueda con lo inevitable. Uno que se recorre en compañía y solidaridad. No es casual que las redes de contención sean un factor de bienestar. Quizás nunca estamos mejor que cuando juntos buscamos un sentido a nuestra existencia, incluso cuando, de cierta manera, nos habita siempre la soledad.

Adenda La Asamblea General de la ONU decretó que el 20 de marzo se celebrase el Día Internacional de la Felicidad para reconocer la relevancia de la felicidad y el bienestar como aspiraciones universales de los seres humanos.