Tendederos del acoso

Pedir pruebas o que las mujeres salgan del anonimato, es NO entender la naturaleza del ejercicio, ni las particularidades del abuso sexual.
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Columna de Martha del Riego

En octubre del 2018 la Facultad de Estudios Superiores Aragón de la UNAM, fue noticia debido al tendedero en el que alumnas colgaron carteles con denuncias de situaciones que involucraban violencia de género por parte de maestros y compañeros. La iniciativa de la asociación feminista Colectiva Violetas FES Aragón, se convirtió en una práctica común en instituciones educativas y otros espacios.

Si bien esta mecánica de protesta y denuncia tiene auge actual, su historia no es nueva. Tuvo origen en 1978, cuando la activista Mónica Mayer instaló por primera vez su obra de arte conceptual “El tendedero” en el Museo Mexicano de Arte Moderno. En él, las mujeres podían contar sus experiencias sobre la violencia y acoso que experimentaban en la Ciudad de México.

Los tendederos de denuncias son ejercicios que vulneran el principio fundamental de justicia de presunción de inocencia y significa un daño potencial a la reputación de hombres calumniados. Paralelamente, representan un espacio de contención y desahogo para víctimas de situaciones que van desde el acoso, hasta la violencia sexual agravada cuyas secuelas se intensifican por el silencio de la vergüenza y el miedo. El anonimato de las denuncias no debe ser interpretado como un acto de cobardía, sino la respuesta lógica a la re victimización histórica social e institucional que hemos padecido las mujeres; siempre bajo el escrutinio público en el ámbito de lo sexual incluso si somos las víctimas de un delito. Un absurdo que no deja de ser una pesadilla de la que aún no se nos permite despertar.

Año con año organismos como la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico, colocan a México en el primer lugar mundial en abuso sexual. En otras palabras, estamos entre los países con el mayor número de abusivos y violadores en el mundo. Hombres cuya sociedad ha retribuido históricamente a su género con el privilegio de la impunidad y la desacreditación sistemática de sus víctimas, en su mayoría, mujeres y niñas de su propio entorno familiar.

Bajo estas circunstancias ¿Quién en su sano juicio denuncia abiertamente al agresor con el que convive por necesidad o circunstancias ajenas a nuestro entendimiento? ¿Quién en su sano juicio delata al personaje destacado sin tener más prueba que su propia palabra cuando no vale nada ante la reputación intachable? ¿Quién se enfrenta a una batalla desigual contra el poder político, económico o religioso de un victimario? Se necesita de muchísimo valor para vencer el miedo y la vergüenza. La denuncia de un delito que ocurre en la intimidad, -sin evidencia y de consecuencias intangibles- es en primera instancia un enfrentamiento de testimonios con repercusiones anímicas que sólo se pueden afrontar con mucha entereza emocional. Justamente la que merma el abuso.

Pedir pruebas, filtros o que las mujeres salgan del anonimato en sus denuncias para otorgarles legitimidad, es NO entender la naturaleza del ejercicio ni tampoco las particularidades del abuso sexual. Ciertamente un propósito catártico y el consuelo de la condena social pueden no alcanzar para justificar los daños colaterales que implica para posibles inocentes, sin embargo mientras la sociedad y las instituciones no salden la deuda histórica de justicia y contención a las víctimas de violencia sexual, ellas no tendrán una mejor alternativa para empezar a sanar, a pesar de lo imperfecto de este recurso y el costo de injusticia que conlleva.

 

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