Los animales salvajes vuelven a despertar

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En tercera Persona

El poeta Georg Trakl, reclutado como farmacéutico militar en la Primera Guerra Mundial, se suicidó en octubre de 1914, tras la batalla de Grodek, en Ucrania, al no poder hacer nada para salvar a 90 solados que se hallaban gravemente mutilados.

El poeta inglés Wilfred Owen cayó en el frente francés una semana antes de que se firmara el armisticio, pero había tiempo de escribir los poemas más crudos sobre esa guerra; poemas para describir la barbarie: “Si pudieras oír, a cada tumbo, la espuma de sangre que vomitan sus pulmones podridos, / obscena como el cáncer, amarga como pus / de llagas viles e incurables en lenguas inocentes, / oh, amigo mío, no contarías con tanto entusiasmo / a los niños que arden ansiosos de gloria / la vieja mentira: Dulce et decorum est / pro patria mori (Dulce y honroso es morir por la patria)”.

Ernest Hemingway guardaba un pedazo de metralla que lo hirió en Italia y le obligó a permanecer seis meses en un hospital de Milán, rodeado del gemido de los moribundos: durante el resto de su vida escribió sobre eso que la guerra le hace al alma: sobre la manera en que los sobrevivientes vuelven a los lugares en los que vivieron, aunque en realidad no vuelven nunca porque al regresar son otros, y están irremediablemente rotos.

El poeta japonés Sankichi T?ge describió en sus Poemas de la Bomba Atómica el 6 de agosto de 1945 en Hiroshima, “cuando edificios se quebraron, puentes colapsaron / trenes repletos se detuvieron calcinados” y decenas de miles desaparecieron de las calles “y los alaridos de 50 mil se evaporaron”.

En uno de esos poemas, T?ge clamó: “Devuélvanme a mi padre / Devuélvanme a mi madre… Devuélvanme a mí mismo”.

El chileno Pablo Neruda quiso también explicar algunas cosas y escribió que “Y una mañana todo estaba ardiendo / y una mañana las hogueras / salían de la tierra / devorando seres, / y desde entonces fuego, / pólvora desde entonces, / y desde entonces sangre”.

El poeta alemán de la vanguardia, Wilhelm Klemm retrató en varios libros su experiencia como médico militar durante la Primera Guerra. No sospechaba entonces que sus dos únicos hijos caerían 20 años después, bajo la metralla de la Segunda Guerra. En uno de sus poemas, dejó esta imagen:

“Hay un hedor a sangre, pus, mierda y sudor. / Los vendajes supuran bajo uniformes raídos. / Manos trémulas tiemblan y los rostros se contraen. / Los cuerpos se mantienen erectos mientras las cabezas agonizan de lado hacia abajo. / A lo lejos la batalla truena siniestra / Día y noche, gruñendo y rugiendo sin cesar…”.

En 1921, el marido de la poeta Anna Ajmátova sería fusilado bajo cargos de conspirar contra el régimen soviético. Su único hijo fue deportado más tarde a Siberia. Su gente más cercana murió en campos de concentración. Ella misma fue acusada de traición y deportada. En 1944 encontró la ciudad de Leningrado devastada bajo el asedio de los nazis.

“He entendido cómo los rostros se vuelven huesos”, escribió. “Mucha gente grita por mi boca”, diría después.

El escritor y periodista ucraniano Vasily Grossman, que cubrió la guerra desde 1941, vio los ojos cansados y sin vida de los niños de Kiev, y pasó por pueblos donde “no queda nadie para quejarse, nadie para contar, nadie para llorar”.

“Un bebé llora toda la noche —escribió—. Tiene un absceso en una pierna. Su madre le susurra, tratando de tranquilizarlo: ‘Mi niño, mi niño’, mientras la batalla nocturna truena en el exterior”.

Grossman fue el primer periodista que entró al campo de concentración de Treblinka, un infierno en la tierra en el que 800 mil judíos fueron asesinados, y cuyos restos los nazis habían intentado borrar. Frente al mayor horror del mundo, Grossman tejió el relato más dantesco de lo que había ocurrido ahí. Un informe que fue citado incluso en el tribunal de Núremberg: “La tierra expele huesos aplastados, dientes, ropas, papeles. No quiere mantener secretos, y de sus heridas incurables brotan multitud de objetos”.

“Las madres enloquecidas de terror eran obligadas a pasar con sus hijos entre los ardientes hornos sobre los que miles de muertos se retorcían entre las llamas y el humo, con contorsiones y sacudidas como si hubiesen vuelto a la vida, mientras los vientres de las embarazadas muertas estallaban por el calor y sus hijos nonatos ardían en los úteros abiertos de sus madres. Esta visión podía volver loca hasta la persona más equilibrada”.

Erich Maria Remarque lo contó todo en Sin novedad en el frente, y Barbusse describió el horror en las trincheras, y Stefan Zweig habló del día en que la utopía de Europa se derrumbó, y Carmen Laforet narró la tristeza, la desolación que inunda el mundo cuando las guerras terminan.

En el siglo XX los animales salvajes despertaron, y mataron como nunca, y sus huellas quedaron grabadas en el paisaje y en la memoria.

Todo ese horror, “que nunca debió haber sido”, nos lo narraron millares de escritores, historiadores, periodistas, fotógrafos y documentalistas.

Pero no aprendemos. Y una mañana las hogueras, y otra vez los animales salvajes vuelven a despertar.

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