El indomable volcán

El 21 de diciembre de 1994, las poblaciones que se encuentran alrededor del Popocatépetl amanecieron totalmente cubiertas de ceniza
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En tercera persona

El 21 de diciembre de 1994, las poblaciones que se encuentran alrededor del Popocatépetl, especialmente la ciudad de Puebla, amanecieron totalmente cubiertas de ceniza. Después de más de medio siglo de mantenerse en un sueño profundo, el segundo volcán más alto de México había despertado.
Esa madrugada un estruendo gigantesco, acompañado de una profusa exhalación de gas y de ceniza, sacudió la región. Las autoridades detectaron una cadena de microsismos, determinaron que el volcán había entrado en crisis (llevaba dos meses sumergido en una actividad inusual) y activaron el Plan Popocatépetl, que dio inicio a la evacuación de más de 50 mil personas en el estado de Puebla y hundió en un clima de zozobra a diversas poblaciones de Morelos, Tlaxcala y el Edomex.
Aquel episodio era semejante al ocurrido en diciembre de 1921, cuando una serie de explosiones y estremecimientos desataron el pánico entre los habitantes de la zona, incluidos los de la Ciudad de México, que veían a lo lejos la inmensa e inquietante columna de humo que el volcán lanzaba hacia el firmamento (El periódico El Demócrata los tranquilizó a ocho columnas: “El viejo Popocatépetl no nos amenaza; es solo un gigante que respira”).
Se ha convenido en que la mención más antigua sobre una erupción del Popocatépetl fue recogida por el historiador Manuel Orozco y Berra y refiere que en 1354, “a los 31 años de la fundación de la ciudad (México-Tenochtitlan), comenzó a salir el fuego del volcán”.
Orozco y Berra sostiene que un glifo del Códice Telleriano Remensis, en el que aparece una columna de humo que llega a las estrellas, y en el que se ven pequeños puntos de piedras o arena cayendo como lluvia, podría hacer referencia a una erupción ocurrida poco antes de la llegada de los españoles, en los alrededores de 1509.
Para nosotros, la propuesta de Orozco y Berra sería una mala noticia, porque querría decir que, una década después de esa erupción, el volcán seguía inquietando a los habitantes del Valle de Anáhuac y que, de hecho, siguió aventando por su boca gigantesca, durante cosa de una década más, humo, cenizas y piedras ardientes. ¡Imaginemos, por decir algo, 20 años de pueblos evacuados, 20 años de vuelos cancelados o retrasados de manera inesperada!
Los españoles vieron salir del Popo, tres o cuatro veces al día, una columna de humo del tamaño de la Catedral de Sevilla, y vieron como dicha columna era arrastrada a donde “el viento le quería llevar”. Relató Hernán Cortés que aunque “arriba anda el viento muy recio”, no siempre podía torcer aquella inmensa pluma. Según Cortés, el humo era arrojado “con tal ímpetu y ruido que parecía que toda la sierra se caía abajo”.
El Popocatépetl entró en reposo cuando de Tenochtitlan no quedaban sino piedras (1530) y se mantuvo así durante una larga década. El cronista Juan Suárez de Peralta, que estuvo en México a mediados del siglo XVI, entrega un relato estremecedor sobre un grupo de frailes que querían conocer el cráter “y se previnieron de ropa y todo lo necesario contra el frío y los demonios”. Llevaban agua bendita, reliquias, cruces, misales. Un grupo de indios cargaba los bastimentos.
Primero abandonaron los caballos, “y como iban llegando, más se les iban quedando indios muertos de frío”. Las piernas se les hundían en la arena y la ceniza. A consecuencia del frío, “no eran señores de sus manos ni de sí”. Más de 15 personas murieron y no lograron llegar: “oían un rumor grandísimo, que ponía temor, como cosa de herrería”.
Los episodios se repitieron cada 8, cada 10, cada 15 años. Lucas Alamán escribe que las erupciones de 1664 fueron semejantes a las de 1530. Una efeméride sísmica indica que, al año siguiente, 1665, “reventó el volcán” y la ceniza cayó de manera ininterrumpida durante cuatro días. En 1697 se reportó “una erupción de fuego”.
Sorprende que Sor Juana, la niña de los volcanes, no haga referencia a estos en ninguno de sus escritos. Pero el Popo dormía y despertaba. Dormía y despertaba. Lo hizo en 1642, 1663, 1697, 1720 y 1804.
Lo hizo durante todo el siglo XIX (Humboldt vio una erupción desde San Nicolás de los Ranchos) y lo hizo varias veces entre 1900 y 1918. Desde la década de 1920 regresó a las crisis que había tenido en el siglo XVI, en los años de la llegada de Cortés, y estalló varias veces en la década de los 30’s.
Tras medio siglo de silencio, muchos crecimos creyendo que el Popocatépetl era solo una escenografía suntuosa del Valle. Su despertar en el año 94, y las erupciones de diciembre de 2000, nos recordaron que no era así.
Hoy ha vuelto a los niveles de actividad reportados en dichos años. Ha vuelto para recordarnos, como decía un soneto publicado en El Mundo Ilustrado en 1909, que todo pasa: que pasó el Anáhuac, que pasó Cortés con sus legiones y que, cuando el hoy y el ayer sean mañana escoria, el gigante seguirá en pie, como “centinela de la historia”.

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