¡No va a haber Mundial!: la presión social estalla justo cuando México presume la Copa del Mundo 2026

El tiempo se agota, y los siete meses previos al silbatazo inicial serán decisivos para definir no solo la imagen del país, sino su estabilidad interna
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La tensión entre festejo y descontento marcó la semana en que México presentó oficialmente el Mundial 2026. Mientras la presidenta Claudia Sheinbaum celebraba en Los Pinos la llegada del mayor espectáculo deportivo del planeta, las calles resonaban con un grito que empañó la narrativa oficial: “¡No va a haber Mundial!”. La consigna, lanzada por miles de maestros de la CNTE, sintetiza una advertencia mayor: el país enfrenta un clima de protesta, inseguridad y desgaste institucional que podría tensarse todavía más conforme se acerca el evento internacional.

La protesta magisterial no fue casual ni improvisada. La CNTE aprovechó la visibilidad global generada por el acto oficial para exigir la abrogación de reformas educativas y de seguridad social —incluida la reforma del ISSSTE de 2007— además de mejoras salariales y de pensiones. La amenaza de un plantón nacional coincide con un contexto en el que diversos sectores sociales se sienten desoídos y en el que la presión pública, como evidencian sindicatos y movimientos recientes, encuentra oportunidad en la antesala de un evento de alto impacto.

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Esta coincidencia entre celebración y reclamo abrió una interrogante central: ¿qué imagen proyectará México a siete meses del acto inaugural? El cuestionamiento no proviene solo del magisterio. Agricultores desesperados por los bajos precios de sus cosechas, comunidades como Uruapan vulneradas por el crimen organizado, familias que buscan desaparecidos en un año particularmente grave, médicos y pacientes inconformes por la falta de recursos, e incluso jueces que reclaman pagos pendientes conforman un mosaico creciente de descontentos. A este escenario se suman nuevas generaciones, como el movimiento “Generación Z”, surgido en redes sociales y con capacidad de convocar marchas nacionales contra la corrupción, la violencia y la impunidad.

Frente a las dudas, el mensaje oficial insistió en la confianza. Jurgen Mainka, representante de FIFA en México, aseguró que los protocolos de seguridad desarrollados en los últimos tres años garantizan condiciones adecuadas para equipos, árbitros y aficionados. Sin embargo, en eventos de esta magnitud, los riesgos no se limitan a la criminalidad común: terrorismo, ataques contra figuras públicas, ciberataques a infraestructuras críticas y bloqueos en carreteras o aeropuertos forman parte de los escenarios que deben ser anticipados por cualquier sede mundialista.

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A ello se suma la preocupación por la capacidad del Estado para reaccionar ante emergencias. La explosión de una pipa de gas en la Ciudad de México en septiembre —que dejó al menos 32 muertes— expuso debilidades graves en la respuesta a desastres. Si bien expertos subrayan que estas fallas pueden corregirse con inversión y capacitación, también advierten que la confianza internacional depende de señales claras de coordinación institucional, algo que hoy luce frágil en un contexto de divergencias con Estados Unidos y tensiones internas acumuladas.

Pero el factor que más inquieta a organizadores, diplomáticos y analistas es el riesgo de violencia perpetrada por organizaciones criminales con capacidad “terrorista”. Su influencia territorial, histórica relación con procesos electorales y poder de fuego convierten al Mundial en un escaparate vulnerable. El gobierno, que no ha logrado contener esta amenaza en años previos, enfrenta ahora la disyuntiva de aplicar medidas más agresivas para reducir su capacidad operativa a corto plazo, con la probabilidad de que la violencia aumente durante el proceso.

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En paralelo, el riesgo de disrupción social crece. La cercanía del Mundial otorga a sindicatos, colectivos y movimientos un incentivo claro: es ahora o nunca. La historia mexicana recuerda bien lo que ocurre cuando grandes eventos coinciden con presión social, y la referencia inevitable es 1968, cuando la exigencia estudiantil derivó en represión y masacre semanas antes de los Juegos Olímpicos. Aunque los contextos son distintos, la lógica del cálculo político persiste: quien protesta antes de un evento global incrementa su visibilidad y su capacidad de negociación.

En este laberinto de reclamos, tensiones y presiones externas, el gobierno enfrenta una paradoja: el Mundial es vitrina y oportunidad, pero también amplificador de conflictos. Por ello, más que minimizar las demandas o atribuirlas a adversarios, varios analistas señalan que la clave está en escuchar, desactivar riesgos y reconocer que los problemas no solo pueden venir de la oposición, sino incluso de sectores cercanos al propio oficialismo. El tiempo se agota, y los siete meses previos al silbatazo inicial serán decisivos para definir no solo la imagen del país, sino su estabilidad interna.

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