La flor que vive un solo día y define siglos de cocina mexicana

Cultivada desde hace miles de años en las milpas, destaca por su corta duración, su consumo estacional y su profunda relación con la identidad cultural y alimentaria del país
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La flor de calabaza es uno de los ingredientes más delicados y simbólicos de la gastronomía mexicana, no solo por su sabor sutil, sino por su naturaleza efímera: dura apenas un día en condiciones óptimas. Esa fragilidad la convierte en un producto que exige cercanía entre el campo y la cocina, y explica por qué su consumo sigue ligado a mercados locales y tradiciones vivas.

Su origen está directamente vinculado a la planta de la calabaza, de la que brotan flores de tonos amarillos, anaranjados e incluso blancos. Su producción se intensifica durante la temporada de lluvias, cuando la humedad favorece su desarrollo, lo que la convierte en un alimento claramente estacional, apreciado precisamente por su frescura y brevedad.

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Más allá de su apariencia, la flor de calabaza forma parte del grupo de los quelites, plantas tiernas comestibles que, junto con el maíz, el frijol y la calabaza, sostuvieron la dieta mesoamericana durante milenios. Su cultivo en las milpas mexicanas se remonta a más de diez mil años, lo que la posiciona como un pilar histórico de la alimentación en el territorio.

Su valor no es solo cultural, también nutricional. La flor de calabaza aporta calcio, fósforo y potasio, además de ser rica en vitamina A y ácido fólico. Por su bajo contenido calórico y su capacidad de generar saciedad, se ha consolidado como un ingrediente saludable, recomendado incluso durante el embarazo para complementar las necesidades nutricionales del desarrollo fetal.

En regiones como la Sierra Tarahumara, la flor de calabaza adquiere un significado adicional como alimento estratégico. Los pueblos originarios la deshidratan mediante un proceso tradicional conocido como bichicori, lo que les permite almacenarla y enfrentar la escasez alimentaria durante el invierno, demostrando su versatilidad y relevancia social.

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Desde una perspectiva ambiental, su papel es igualmente crucial. Al pertenecer a la familia de las cucurbitáceas, su polen es pesado y no se desplaza fácilmente por el viento, lo que hace indispensable la participación de polinizadores como abejas, abejorros, colibríes e insectos. Sin ellos, no solo se pierde la flor, sino también el fruto que alimenta a millones en México.

En la cocina mexicana, conocida en la época prehispánica como Ayoxochquilitl, la flor de calabaza es inseparable de la identidad culinaria del país. Se consume en quesadillas, sopas, guisos y ensaladas, y suele acompañarse de epazote para potenciar su sabor suave. Su corta vida obliga a consumirla el mismo día o, a más tardar, al siguiente de su cosecha.

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Aunque es común encontrarla frita o capeada, esta práctica contradice sus beneficios originales. La cocción con exceso de grasa incrementa el aporte calórico y favorece el aumento del colesterol malo, mientras que preparaciones sencillas permiten aprovechar sus flavonoides, antioxidantes que contribuyen a la salud cardiovascular y al control de la presión arterial.

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